El tipo se acerca al estadio caminando solo. Se bajó del
colectivo a cuatro cuadras, y fue bajar y escuchar los parlantes de la cancha.
Desde ahí, desde el otro lado de las vías del tren, se ve la popular local
llena de gente. Debe faltar media hora para que empiece el partido. Podría
mirar la hora en el teléfono celular, que lleva bien guardado en el bolsillo.
Pero mejor dejarlo ahí, y sacarlo sólo en caso de una emergencia.
Mientras camina va un poco más alerta que de costumbre.
Porque esa no es, exactamente, “su” cancha. Digámoslo de otro modo. No es la
cancha de su equipo, esa que se conoce de memoria. Esa a la que sabe entrar y
de la que sabe salir minimizando los riesgos y las sorpresas. Esa de la que
conoce todo: desde las pintadas de las calles aledañas hasta los manchones de
óxido en el hormigón de las tribunas. Y puestas las cosas en esos términos,
este estadio al que ahora se aproxima, el Francisco Urbano, del Deportivo
Morón, no es “su” cancha. Su cancha queda lejos de ahí.
Y sin embargo, de algún modo raro, distinto, esta cancha a
la que se acerca, cruzando el túnel bajo las vías del tren, también es la suya.
También le pertenece. Por eso tuvo que ir hoy. Para poder pensar un rato en
algunas cosas viejas. Y para despedirse. Porque esa cancha va a desaparecer
pronto. Hoy se juega el último partido.
El tipo no es el único que necesita despedirse. La calle
Brown es un enjambre de gente, y la cola para sacar entradas no avanza nunca.
El tipo repasa sus opciones y, porque teme quedarse afuera, vence su timidez y
llama a un amigo para que le asegure un sitio. Lo ubica en el teléfono y sí,
efectivamente, quedan en encontrarse en la puerta de la platea.
Da un rodeo por La Roche y por Buen Viaje para acercarse a
la zona de plateas. Se topa de frente con ochenta, cien barras. El tipo piensa
que todos los barras son iguales. No importa de qué cuadro digan que son. La
carita de malos, la pose de compadres, los cascotes en las manos, el moverse
como si fueran los dueños de la calle. El tipo los cruza sin mayor problema. La
cosa no es con él, por suerte, sino con otros criminales que se dicen hinchas
del mismo equipo y que están atrincherados, parece, unas cuadras más allá. Al
tipo le da bronca que estos tipos se adueñen de los clubes, de las tribunas, de
los cantos, de los trapos. Pero no quiere quedarse pendiente de ellos. Necesita
pensar en otra cosa. Concentrarse en aquello que ha ido a hacer, esa tarde, a
esa cancha.
Por fin se encuentra con su amigo. Se abrazan y entran. Las
tribunas son un gentío colosal. Seguro que están los que van siempre a ver al
Gallo. Pero también están los de casi nunca, como este tipo. Gente que ha ido
porque necesita despedirse. El tipo le pregunta a su amigo por Racing. Va ganando
con gol de Saja. El amigo pregunta algo de Independiente, que empató hace un
rato con Belgrano. Después hablan de todo un poco: la familia, el trabajo, un
poco más de fútbol. Están de pie en una platea tan llena de gente que nadie
puede sentarse. Cada tanto, el tipo mira la tribuna visitante. Es la que da
espaldas al ferrocarril Sarmiento. Como en la B Metropolitana se juega sin
visitantes, no está habilitada. El tipo mira hacia esa tribuna, la visitante,
la que no está habilitada, porque cuando decidió ir a la cancha este domingo,
este domingo que, para esa cancha, es el último domingo, sintió que tenía que
ver el partido desde esa tribuna y desde ninguna otra. Pero no está habilitada,
parece. El tipo, tímidamente, se atreve a comentarle a su amigo eso de que
quiere ver el partido desde ahí. No explica demasiado, porque si se explaya, se
le terminará formando un nudo en la garganta. Y no quiere.
Salen los equipos. El tipo presta atención a los cantos. Son
las mismas melodías que canta él en Avellaneda. Pero tienen otra letra. Los
rivales a los que se les dedican los cantos son otros: sobre todo Chicago y
Chacarita. Las utopías que se cantan, también son otras. Y sigue entrando
gente. No hay más sitio, ni en la popular ni en la platea. El amigo del tipo se
saluda con un montón de gente. El sí va a ver a Morón a menudo. El tipo no. El
tipo habrá ido veinte, treinta veces. En 45 años, eso no es nada. El tipo lo
sabe. Quiere a ese club, pero no sufre por ese club. Esa es la diferencia. Por
eso no está seguro de hasta qué punto esa es “su” cancha. Y esa es “su”
despedida. De todos modos, se alegra de estar, aunque le falta algo. Y aunque
siga mirando, de tanto en tanto, esa tribuna visitante que no han habilitado y
en la que, sin embargo, cada vez hay más gente. ¿Por donde entran? ¿Cómo puede
hacer, el tipo, para sumarse a los que están en esas gradas?
Es tal el gentío que finalmente, en el entretiempo, por los
parlantes anuncian que dejarán pasar a los hinchas a la tribuna visitante. El
tipo traga saliva, como si alguien, en algún lado, estuviese acomodando piezas
para que finalmente sí pueda ir al sitio en el que siente que debe estar, para
pensar y despedirse. Y cuando empieza el segundo tiempo, efectivamente, los
policías de la infantería hacen un retén y dejan pasar, de a puñados, a los
hinchas que esperan apretujados.
Entonces el tipo le da un abrazo a su amigo y se despide. No
explica demasiado. Algo pregunta su amigo. Pero poco. Y el tipo necesita ir
solo a donde va. Y el amigo lo entiende y saluda con un gesto, desde su lugar
en la platea desbordada.
Cuando llega al portón que le va a dar acceso a la popular
visitante, uno de los policías se lo cierra en las narices. El tipo maldice su
mala estrella. Al final no va a poder. Tan cerca que estuvo de lograrlo, y no
va a poder.
Y sin embargo, alguien que conoce al tipo, y que ha sido
testigo de la escena, decide darle una mano. En el club lo conocen. Arrima la
nariz al portón. Pide hablar con alguien. Ese alguien se aproxima. Que lo dejen
pasar, dice. Dejalo pasar, dan la orden desde el otro lado. Y el tipo pasa. Da
las gracias y pasa.
Ahora sí. Por fin está donde necesitaba estar. El tipo saca
cuentas. 38, 39 años después, el tipo vuelve a la tribuna visitante de la
cancha del Deportivo Morón. No tiene la fecha exacta. Podría buscarla, o
preguntarla. Pero no hace falta. LoLos datos que el tipo necesita ya los tiene,
almacenados de toda la vida.
Será 1974, o 1975. Más no. Es sábado. Tiene seis o siete
años. Con su papá se toman el 238 en Castelar. El tipo, que en ese momento es
un nene, no puede creer en su suerte. Por fin va a ir a la cancha. No es la de
Independiente. Esa queda lejos. Demasiado lejos. Esa deberá esperar. Pero no
importa. Es sábado, y Deportivo Morón juega con Flandria.
El tipo, que entonces no es un tipo, sino un nene, se
asombra de que su padre compre la entrada a través de una especie de jaula, un
boquete con rejas en una pared. Pregunta si el de las entradas vive ahí
adentro. El padre se ríe y le explica. Cómo se ordena el mundo cuando ese padre
lo explica.
Explica algo más, el padre. No van a ir a la tribuna de
Morón. Ni van a ir a la platea. Van a ir a la otra popular. A la visitante.
Porque la platea sale muy cara. Y en la popular de Morón cobran un adicional. Y
esos no son buenos años para la odontología. No hay plata para adicional, de
modo que paciencia.
Les cortan la entrada y pasan. Avanzan junto al alambrado
que recorre el lateral sobre el que no hay tribuna. El único lado del
rectángulo en el que no hay gradas. Por ahí uno llega hasta la cabecera
visitante.
Y el nene se acordará para siempre. Los colores, por Dios.
Los colores. El pasto es verde. No es gris, como en la tele. Es verde, como el
pasto pasto. Y las líneas refulgentes y blancas. Y las redes son de soga. Y las
banderas de los jueces de línea son de colores. Todo eso ve el pibe mientras
caminan todo el largo de la cancha, al otro lado del alambre, hasta la popular
visitante.
Ahora, casi 40 años después, el tipo busca el lugar exacto
al que se dirige. Catorce, quince escalones a lo sumo, contados desde la base.
No detrás del arco, sino más allá, al costado. Detrás del arco estaban
reunidos, aquella vez, los de Flandria. El lugar donde se sentaron el pibe y el
odontólogo, aquella vez, hace casi cuarenta años, era más a la izquierda. Diez
metros. Del lado del Nacional de Morón. Ahí se sentaron la vez aquella.
Se sentaron y al pibe siguieron deslumbrándolo los colores.
Las camisetas, los pantalones, las medias. Los números. Los buzos de los
arqueros. Y el padre seguía explicando. Porque desde atrás del arco el partido
se veía distinto que en la tele, que uno mira como quien está en la platea. Al
pibe le llevó un tiempo acostumbrarse. Pero no había problema. Ahí estaba el
padre, señalando al 4, al 2, al 11 por el otro lado. El modo en que los
arqueros se adelantaban cuando sus equipos pasaban al ataque.
El tipo se deja caer en el sitio que ha guardado, por nada o
porque sí, durante cuatro décadas en la memoria. Esa es la ventana que tuvo en
la cabeza durante casi cuarenta años. La cancha desde ahí. El arco a la
derecha. El otro arco lejísimo. El juez de línea. Claro que hay cosas que son
distintas. Ahora es domingo y es de noche. Ahora hay un alambrado gigantesco
porque el fútbol en cuarenta años se llenó de energúmenos y criminales. Tantos,
que finalmente esa tribuna, su tribuna, lleva años clausurada porque están
prohibidos los visitantes.
Pero más allá de los cambios, ahí siguen los colores. Y los
sonidos. El tipo se concentra. Esos sonidos que lo asombraron tanto como los
colores. Los gritos de los jugadores, porque en la tele de los 70 eso no se
escuchaba. El topetazo de la pelota, en los chumbazos. Y el silencio, que al
pibe le resultó igual de asombroso. El padre había visto la cara de pasmo, y
preguntó qué le pasaba. Y el pibe había aclarado. El relato. Faltaba el relato
del partido. El padre se había reído, mientras explicaba que no, que el relato
era de la tele, no de la propia cancha. Y el pibe lo miró mientras explicaba.
El odontólogo se había reído sin burla. Con ganas. Y el pibe también. Y el sol
de la tarde le daba al padre desde el otro lado.
Después de ese partido –Morón de blanco y rojo, Flandria de amarillo–,
el tipo ha vuelto a ese estadio. Veinte. Treinta veces. Porque quiere a ese
club, aunque no sea aquel por el que sufre y palpita. Pero nunca más ha vuelto
a esa tribuna visitante. Las veinte o treinta veces en la popular local, o en
la platea. Pero nunca más en la visitante. La ha visto desde lejos. No ha
tenido el valor de ir a plantarse a esos escalones.
Hoy sí. Porque era hoy, o no era nunca. Por eso, también, ha
ido solo. A la cancha va siempre con su hijo. Y a veces con amigos. Pero esto
es un asunto demasiado personal, demasiado viejo, demasiado triste, demasiado
propio. Por eso necesitaba ir sin más compañía que los recuerdos y las
ausencias.
Por eso el tipo se pasa, ahí sentado, todo el segundo
tiempo. Ve el partido. Y ve las tribunas. Y ve, por detrás de todo lo que ha
cambiado, lo que sigue siendo igual porque lo lleva adentro. Claro, también ve
lo que falta.
Morón, camiseta a rayas verticales rojas y blancas, ataca
pero no resuelve. Se descuida atrás. Acassuso, linda camiseta azul, lo vacuna
con un lindo tiro abajo, desde el borde del área. Paciencia. Todavía falta un
rato. En una de esas lo empata.
El tipo mira alrededor. Una mujer joven grita barbaridades
cada vez que fracasa un ataque del Gallo. El tipo se pregunta qué pensaría su padre
si viera el fútbol actual, las barras, esa mujer que insulta. No lo sabe. Pero
cuánto le hubiera gustado poder averiguarlo. El partido está por terminar. Está
anunciado un espectáculo de fuegos artificiales como broche de oro para la
jornada. Morón se pierde un par de goles abajo del arco.
En algún momento, un momento cualquiera, el tipo empieza a
llorar. Menos mal que está ahí sentado a solas. Por lo menos, nadie lo vea
llorar mientras Morón intenta un empate a la desesperada. De vez en cuando se
seca las lágrimas. Otras veces se deja estar.
El partido no termina porque desde la popular local
doscientos idiotas deciden que quieren robarle la ropa a los jugadores. Miles
de hinchas buenos se lo aguantan. Que para eso son hinchas, a fin de cuentas.
El tipo se pone de pie. Echa un último vistazo alrededor. La
popular local, enfrente. La platea a la derecha. El cemento viejo de la popular
visitante, sobre la que está parado. Empiezan los fuegos artificiales. La gente
canta. El tipo se seca por última vez las lágrimas. Baja los quince escalones
de una cancha a la que no va a volver nunca más. Sale por el portón que da
hacia el lado de la calle Casullo. A sus espaldas estallan los fuegos
artificiales.
Al final entiende que sí. Esa es “su” cancha, también. No
suya como la de Independiente. Pero suya de otro modo. Suya porque ahí conoció
el fútbol. El fútbol de verdad. Ese que tiene colores y sonidos que no hay en
ningún otro lugar del mundo. Y porque lo conoció de la mejor manera. En un
sábado del 74 o del 75. En un Morón 3, Flandria 1. Y de la mano de su papá.
Por Eduardo Sacheri
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